Es apenas un eco. Un rumor lejano, muy lejano; si bien más distante en el tiempo que en el espacio del pensamiento. Reconozco el sonido sin dificultad: un rastrillo que se desplaza, peinando los cabellos de la tierra, amontonando hojas caídas como si fueran recuerdos.
¡Si pudierais verlo! ¡Con cuánta ternura las mira!: como si, una a una, las fuera reconociendo todas, al tiempo que las arrastra. Para él, son mucho más que mustias hojas. Son horas, minutos, segundos; son días, semanas, meses; es su tiempo, son sus sueños; es una vida que cada año, una vez al año, se vierte en fragmentos. Acaso, incluso, en su interior, cada hoja tiene un nombre y cada una, también, le cuenta distinta historia.
Él las mira como a iguales. Las amontona, no porque le estorben. Las amontona y las recoge para apartarlas de la anarquía del viento. Él se sabe ya una hoja también -como tal se reconoce- en el jardín del universo: una hoja entre las hojas que caminan al invierno.
¡Ah, mi viejo jardinero!: proyecto tu imagen, después de tantos años, sobre un día de otoño. Imagino, en mi lienzo, que levantas la cabeza y puedo sentir, como otrora, la caricia de tus ojos sobre mi.
No seáis como esos árboles orgullosos y arrogantes de hoja perenne que llegan hasta el final con su vestir primero. Sed, más bien, como el árbol del jardín casero que en octubre se desnuda para vestirse en enero. |
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